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Anjel Rekalde: “Dorregarai es una narración en la que muchos nos reconocemos”

Ya está a la venta la quinta edición de Dorregarai. La casa torre, de Anjel Rekalde, una de las novelas más aclamadas de nuestro catálogo. La obra recoge el devenir de una familia vasca cuyos hijos e hijas, generación tras generación, se ven abocados a echarse al monte en una sucesión de guerras y conflictos que parecen no tener fin. Es, en definitiva, el relato sobre los dos últimos siglos de historia de un país, Euskal Herria, que no se acomoda al destino que otros le marcan. Hemos charlado con el autor al hilo de esta reedición, que presentamos con nueva portada.

Dorregarai (1992) fue una de las primeras novelas que publicó Txalaparta y, cinco ediciones después, sigue viva en nuestro catálogo y va camino de convertirse en un clásico. ¿Por qué crees que ha envejecido tan bien?

No creo que sea el más indicado para opinar. Pero, en fin, supongo que es una narración en la que nos reconocemos, que somos muchos los que nos vemos en las circunstancias de esa historia, y que la entendemos como un relato ajustado a memorias de índole privada que compartimos, a lo que hemos oído en las reuniones familiares y no se ha contado en público.

El libro retrata la historia de una familia enraizada en un caserío a lo largo de cinco generaciones, ninguna de las cuales se libra de la guerra, la represión y el exilio. ¿Qué tiene de creación literaria y qué de memoria familiar?

De todo un poco. Por un lado, como es natural, me documenté, y es natural que el texto contenga elementos de estudio, analíticos, socioeconómicos, históricos… Pero por otra parte la narración está urdida sobre una trama de sucesos familiares, y ahí se mezclan personajes, tragedias, anécdotas, cotilleos de familia… Son historias que nos han pasado a todos en este país, con las lógicas diferencias y matices. De hecho, las guerras y conflictos están ahí; se han dado en ciclos sucesivos en cada momento de crisis entre la sociedad vasca y el Estado. Ambas realidades -sociedad vasca y Estado español-, quizás a consecuencia de su no correspondencia, de la situación de dominación, han avanzado de modo desigual, a contrapié, desparejado, y el desencuentro se ha resuelto siempre de modo violento. Lo que es teoría y análisis se ha vivido en la cotidianidad en ese formato que se cuenta: ejército de ocupación, represión, resistencia… Y eso se ha sufrido en carne viva; en el tejido familiar y en la convivencia de cada pueblo.

En esta novela, y en la historia de Euskal Herria, las épocas de sosiego y reconstrucción se ven cíclicamente rotas por convulsiones violentas. En Dorregarai, y en nuestro país, la paz es solo el momento de respiro entre dos guerras…

Como digo, hay que tener en cuenta que en nuestro país colea un conflicto político de fondo. Un problema histórico. Este es un país conquistado, en una situación colonial, en la que el poder soberano está en otra parte, y nuestro pueblo está despojado de capacidad de decisión o reconocimiento como tal, por muy bien -entre comillas- que nos vaya en lo económico y en calidad de vida. Los estallidos, como las matxinadas y las guerras, marcan nuestra experiencia de siglos. Y cuando crujen las junturas, en momentos de crisis y problemas sociales, ese conflicto emerge en toda su crudeza. Lo hemos visto en el 36; pero también en la llamada Transición; como en las guerras carlistas…

Para la familia Garaiar, y para muchas familias vascas, echarse al monte es un ritual de supervivencia que se renueva generación tras generación; es como un instinto que permanece latente por si las cosas se vuelven a poner feas, algo que siempre sucede. Sin embargo, hoy el monte no ofrece la misma protección que antaño. ¿Estamos jodidos?

No creo que por eso estemos peor que en otros tiempos. Y no sé si echarnos al monte ha sido siempre buena solución… Se podría cuestionar esa opción, recelar mucho de las vías que hemos transitado en esos episodios. En todo caso, hemos de pensar que se puede encontrar “el monte” en otros sitios. En la cultura, en el trabajo, en los rituales colectivos en los que nos reconocemos y recomponemos… Quizás hoy en Internet. En definitiva, si se trata de resistir, lo que cuenta es hacer país, hacer comunidad, reforzar los lazos y la conciencia de nación que es donde realmente hacemos futuro.

El relato de Dorregarai se detiene hace 40 años con varios miembros de la familia militando en ETA. ¿Cómo te imaginas a la familia Garaiar en la Euskal Herria de 2020?

Quizás ya lo estemos viendo en estos momentos de reflujo, en la desorientación, en la desmovilización, en la tarea de recomponernos, de lamernos las heridas, en el ejercicio de recuperar la memoria de lo que somos… Y con todos los problemas de nuestro tiempo. Ahí vemos a los jóvenes pendientes del videojuego de turno, de la pantalla del móvil, con las mismas tendencias de la globalización que tienen otros pueblos. Pero también con un esfuerzo en lo cultural, en lo nacional, y con más recursos de los que este pueblo ha tenido nunca. La cuestión es acertar en qué hacer con ellos. Ahí, sí, no sé si estamos acertando.

Escribiste esta novela y otras cuatro obras más en la prisión de Cáceres. Los problemas, limitaciones y anécdotas que te habrás encontrado en esta tarea darían para otro libro…

En la cárcel, desde el umbral para adentro, todo es castigo, todo encierro y presidio… Prohibiciones de estudiar, picaresca para sacar los escritos entre los barrotes, normas restrictivas y barreras para contactar con profesores, editores, para recibir libros, celdas de castigo por “tener más de dos libros”, registros de la celda que tenían por objeto controlar los papeles que anotaba… En cierta ocasión escribí -para el libro Mugalaris- una anécdota a propósito de un paso de muga en un paraje concreto… Y apenas unas semanas después me enteré por la prensa que la Guardia Civil había desplegado un operativo para desbrozar la zona y descubrir si se hacían pasos por ahí. Se ve que tenía lectores muy atentos.

Este tema daría para mucho. Pero ahora que estoy fuera -todo lo fuera y en libertad que se puede estar en un Estado como el español-, al menos físicamente, no estoy nada motivado para volver a esa memoria y escribir sobre ello. Dicen que el hombre que ha estado en la cárcel vuelve a la cárcel cada vez que muerde un trozo de pan… Algo de ello hay. Y es suficiente. Por otra parte, en aquellas circunstancias había tiempo. Mucho tiempo. Y es algo que no encuentras en la calle; la vida en el exterior es más compleja y deja mucho menos margen para dedicarlo a la introspección, al estudio o al ejercicio creativo de escribir. Aquí pesa mucho la inercia de un ritmo que viene impuesto a través de infinitos estímulos. En prisión había inercia, había normas, reglas, control, obstáculos… Pero lo que no había era estímulos. Se los inventaba uno mismo.

La cárcel es una realidad muy presente en nuestra sociedad. Sin embargo, no es un tema muy presente en la literatura vasca. ¿Por qué crees que sucede?

No lo sé. Quizás es que es una realidad dura, que no se puede banalizar ni tomar a la ligera, y eso no se lleva en esta época de hedonismo. Vivimos una cultura que tiende a esconder el sufrimiento, y en la que nadie valora nada que remita a lo trágico, lo serio, lo profundo… Pero realmente no lo sé; es una suposición que puede tener un valor genérico. Realmente se podría escribir sobre la cárcel, porque hay mucho que contar, otra cosa es que fuera una literatura de masas, o que el mundo literario, perfectamente comercializado y tamizado por los mecanismos del star system, lo admitiera en sus círculos.

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