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La obra literaria de Kurt Tucholsky

Escritor y periodista, hombre de izquierdas, inconformista y antimilitarista, el alemán Kurt Tucholsky es uno de los autores más sobresalientes del periodo de entreguerras. Vivió la época imperial, la Gran Guerra y la República de Weimar, con todos sus trágicos episodios. Su obra ocupa siete volúmenes de textos y poemas y el reconocimiento le viene dado no solo por la crítica especializada, sino también por el público. De sus libros se han vendido en Alemania más de seis millones de ejemplares. La edición de Un libro pirenaico que acabamos de presentar incluye una extensa biografía del autor, elaborada por Fernando Pérez de Laborda, traductor del libro. De ella extraemos este fragmento que aborda la obra literaria de Kurt Tucholsky.

El contrato que había firmado para el semanario Die Weltbühne no solo le sirvió para emigrar a París como corresponsal extranjero por un par de años, sino también para romper con las ataduras convencionales de una vida berlinesa que le empezaba a agobiar. El periódico había contribuido como ningún otro a apaciguar las tensas relaciones entre ambos países y la estancia en París debía servir para que Tucholsky ofreciera al lector una visión de los franceses libre de prejuicios. Quería ayudar, de aquella manera, a acabar con los clichés y los falsos mitos. Tucholsky conocía bien la lengua al haber estudiado en el liceo francés, amaba el país y tenía suficiente tacto y capacidad de observación y de juicio como para desenvolverse a la perfección en aquella sociedad tan maltratada por los alemanes. “Percibimos la imagen de Francia solo de una manera difusa, entre una nube de odio, incomprensión, desprecio y cábalas” (HB, pág. 308). Lo que algunos interpretan como una huida, bien pudo ser, sencillamente, una necesidad de salir de Berlín después de que su primer matrimonio con Else Weil (la Claire de su libro Rheinsberg) hubiera fracasado. La difícil situación financiera que estaba atravesando el país y la decepción política general que se vivía habrían contribuido también lo suyo para tomar esta decisión.

Tucholsky, en el viaje por los Pirineos.De la misma manera que de un viaje de fin de semana había surgido Rheinsberg, de unas vacaciones veraniegas había salido Un libro pirenaico. Llevaba tiempo proyectando el viaje hasta que dispuso del dinero suficiente para poder realizarlo. En el libro se narra con precisión el cariño que muestra por la cultura francesa, por la paciencia que manifiestan sus habitantes ante un alemán que supuestamente desprecian. Una de las curiosidades de este libro es que el viaje lo realizó con su segunda esposa Mary Gerold, que en ningún momento aparece en el relato. En el capítulo Solo parece como si hubiera querido dar la impresión intencionada de esta soledad, su añorada soledad. Unos años más tarde escribiría que en ningún momento se había sentido tan desgraciado, desgarrado e inseguro como durante estos meses (HB, pág. 338). Y eso contando con que Mary Gerold, a la que había conocido durante la guerra en Letonia, fue la única mujer de su vida a la que verdaderamente amó.

Después de cinco años sin publicar, Un libro pirenaico fue bastante bien acogido por la prensa. No era un libro de viajes al uso, sino que su estilo incidía más en el paisaje humano que en el agreste y montaraz de la montaña. Él insistió en concebirlo de aquella manera y así lo narra en el capítulo Sobre el concepto de naturaleza: “Y esa es la razón por la que no puedo ofrecer descripciones de los Pirineos que rebosen de adjetivos inusuales, porque mi percepción no ha sido esa. Los momentos más culminantes del viaje, como sucede con todas las personas que han crecido en las mismas condiciones de vida que yo, se hallaban a menudo en pormenores insignificantes, en la felicidad experimentada en una tarde radiante, en la algarabía de los gansos, a los que se oía como si, de manera irónica, estuvieran haciendo una parodia de sí mismos; en todo el quehacer del trabajo de campo, del que no me sentía obligado a participar y cuya visión, en principio, me procuraba cierto placer; en la alegría de estar en el monte, donde los tranvías no circulan, donde los gaceteros no andan a grito pelado, donde los guardias no hacen la ronda”. Pero, al final, le queda la duda de haber conseguido acertar con sus observaciones cuando al término del capítulo Sobre la pradera asegura: “Siempre ando temeroso de que un día algún subprefecto vasco, catalán o francés me pare en mitad de la calle, me pida que le haga entrega de mis escritos, que los lea y luego comente: ¡Pero hombre! ¡Qué sabrá usted!”. La lectora y el lector vasco podrán comprobar por sí mismo si sus percepciones sobre ellas y ellos, con ese espíritu libre que él también reivindica, son acertadas o no. Este libro de viajes, totalmente inusual para la época, es divertido y serio a la vez, y habla con frescura y humanidad de individuos corrientes. Pero, sin embargo, también sanciona con agresividad la autoridad del estado, la religión y la estupidez general que impera en el mundo, una estupidez personificada en imágenes concretas como la presidencia de una corrida de toros, el aire señorial de los balnearios de Biarritz o el turismo que monta con él en los coches postales. El capítulo sobre Toulouse-Lautrec es una clara muestra de su capacidad crítica de observación, de su habilidad para plasmar sobre el papel lo que los demás plasman sobre el lienzo.

Tucholsky, a pesar de su contrato fijo con Die Weltbühne, disponía de total libertad para colaborar con otras publicaciones. Durante su estancia en París escribió también para el Vossische Zeitung de la editorial Ullstein, de corte judío-liberal, que era la más grande de Europa. En 1924, participó con ella en la creación de la revista UHU, con una dimensión media de 120 páginas, donde apostó por un estilo entretenido e ilustrativo al modo americano. Entre los autores que fueron invitados al proyecto se encuentran las más ilustres plumas de la literatura alemana de entonces: Heinrich Mann, Stefan Zweig, Hermann Hesse y Bertolt Brecht. Entre los textos que publicó por aquel entonces se encuentra una delicia literaria, un pequeño delicatessen de cuatro páginas que circuló como la espuma por todos los periódicos de Alemania y parte del extranjero: Wo kommen die Löcher im Käse her? (¿De dónde vienen los agujeros del queso?). El relato comienza con la inocente pregunta de un niño a la mesa y termina con una trifulca familiar que provoca querellas, modificaciones de testamentos, rescisiones de contratos y cancelaciones de hipotecas.

Tucholsky fue siempre muy consciente de la capacidad de la fotografía para seducir a la lectora y al lector, desde los reclamos publicitarios hasta los carteles políticos. Una buena prueba de ello son las fotografías que aparecen en la primera edición de Un libro pirenaico. Uno de los textos aparecidos en la revista UHU lo tituló Una imagen vale más que mil palabras. Aunque todavía haya personas que atribuyan la creación de este dicho a Tucholsky, la verdad es que es una acuñación tres años anterior del americano Fred R. Barnard que la hizo pasar por proverbio chino para que la gente se la tomara un poco más en serio. Sin duda alguna, Tucholsky la habría anotado en su momento en alguna de sus libretas, de la misma manera que anotaba todo lo que oía en boca de la gente. Una de las secciones que más seguía de los periódicos era la de “Cartas al director”, por considerarlas un reflejo fiel del alma del pueblo.

El KPD, el partido Comunista de Alemania, también quiso disputarse la figura de Tucholsky, por muy ligado que este estuviera a sus ideas burguesas. Ellos también eran conscientes de su evolución de los últimos años y de cómo se había ido escorando a la izquierda. Lo acabarían contratando para su periódico AIZ, a pesar del recelo que a Tucholsky le creaba estar trabajando para publicaciones de ideologías tan diferentes. Kurt Szafranski, director del departamento de prensa de la editorial Ullstein que publicaba el UHU, antiguo compañero de andanzas que había hecho los dibujos para Rheinsberg y con el que había abierto el bar-librería de Berlín al poco de terminar la guerra, le echaba en cara que pudiera criticar con tanta alevosía al capitalismo para luego recibir dinero de él. La confrontación llegó hasta tal punto que le puso contra las cuerdas: o lo uno o lo otro. Volvía a tropezar en la misma piedra. Dos periódicos de ideologías distintas y una decisión que tomar. Después de andar titubeando durante varios meses, acabó cediendo a las presiones y abandonando el periódico comunista. El contrato con Ullstein era demasiado suculento. Echando la vista atrás, unos años más tarde lamentaba el tiempo empleado en esta editorial: “Un gran pecado. […] Una gruesa mancha en mi chaleco“ (MH, pág. 299).

A finales de 1926, Tucholsky sufrió un contratiempo del que tardó en reponerse: Siegfried Jacobsohn, su mentor profesional, fallecía repentinamente de un ataque cardíaco. El asunto le obligaba a viajar a Berlín y hacerse cargo, momentáneamente, del semanario. Seis meses más tarde, agobiado por el trabajo, delegó toda la responsabilidad en su compañero de oficina Carl von Ossietzky que, con el tiempo, se convertiría no solo en su hombre de confianza, sino también en la persona que tuvo que cargar con las consecuencias de todas las opiniones vertidas por Kurt en el periódico.

De todas las observaciones que Tucholsky, con su ojo clínico, iba memorizando y anotando saldría una de sus figuras de ficción más míticas de la postguerra alemana: el señor Wendriner. Era un personaje típico del paisaje berlinés que monologaba, con una extraña capacidad de juicio, todos los acontecimientos de la actualidad. Sus sermones igual estaban motivados por la desconfianza: “¡Señorita! Señorita, que nosotros estábamos primero. ¡Perdone usté!... Bueno, pa empezar póngame unas sardinas… Serán frescas, ¿no?” (RH, pág. 186); que por su pragmatismo cuando, por ejemplo, habla de Hitler: “Sabe usté, tampoco se está tan mal. […] Y le voy a decir algo más: el H., aunque sea de la Checoslovaquia, se ha adaptado espléndidamente a la sique alemana. Por lo menos, reina el orden” (MH, pág. 336). El señor Wendriner sería uno de los referentes de su siguiente libro, Mit 5 PS (Con 5 PS), publicado en el 28, cuyo título hace alusión a los 5 pseudónimos con los que llevaba publicando casi dos décadas, incluyendo su nombre propio. Tucholsky se instaló en Dinamarca un par de meses para hacer una selección y corrección de textos y poesías, la primera recopilación suya que salía encuadernada. Revisó de nuevo todos los textos minuciosamente, en lo que él consideraba como la enfermedad del escritor, un empeño obsesivo por limpiar, acortar y transformarlo todo sin tener una razón aparente para ello. El resultado fue una obra del periodo alemán de entreguerras realmente difícil de comparar y en la que se refleja de manera fidedigna, cómica y trágica a la vez, la situación de la sociedad alemana. En el mismo año publica Das Lächeln der Mona Lisa (La sonrisa de Mona Lisa), una clara referencia a la que entonces fuera su nueva compañera sentimental Lisa Mathias, Lottchen. El volumen es, en su concepto, un calco de Con 5 PS y sus páginas irradian la misma gracia y frescura que este.

En 1929 publicaría, al comienzo de su exilio sueco que compartió con Lisa Mathias, un libro que haría correr ríos de tinta: Deutschland, Deutschland über alles (Alemania por encima de todo). El libro era una traca imponente de golpes de gracia y de rabia, una sátira de gran calibre, de dimensiones tremendas, que no dejaría indiferente a nadie. El boca a boca agotó la primera edición de 12.000 ejemplares en diez días.

En el ensayo quedaban reflejados los diez años de compromiso social y político del que había hecho gala durante todo ese tiempo. Sobre lo que allí decía hubo opiniones para todos los gustos. Los sectores más reaccionarios le acusaban de haberse vendido a los comunistas y estos le echaban en cara su falsedad y la magnitud de sus honorarios. Pero él se mantuvo firme asegurando que estos estaban en concordancia con las ventas, y que no era “ni káiser en la reserva ni malogrado general retirado” y que era su trabajo el que le hacía independiente (HB, pág. 418). “Siempre que escribo lo hago pensando en el sufrimiento anónimo, en el proletario, el empleado, el trabajador, en el sufrimiento que conozco por todas las pruebas que he ido recabando”. De hecho, Tucholsky hubiera preferido soportar el reproche de ser un artista incompleto “al de ser un indolente” (HB, pág. 422). El libro removió los cimientos del espíritu conservador de las clases dominantes que se sentían atacadas en lo más profundo. Los intentos por boicotear y silenciar la publicación por parte de todas las instituciones fueron desesperados. Le achacaron de todo, de la mal hilada incontinencia con la que se muestran los sentimientos del autor, de su inmadurez, de utilizar siempre los mismos argumentos, una y otra vez, contra los magistrados, políticos y militares. En Francia fue muy bien acogido y llegaron a comparar la obra con la mítica Sin novedad en el frente del alemán Erich Maria Remarque.

En cambio, en lo que la mayoría de la gente estaba de acuerdo era en lo particular de su estilo. De nuevo la sátira, la polémica ingeniosa y pasional, su capacidad creativa de lenguaje, la capacidad de llegar con su defensa de los oprimidos al entorno burgués en el que la agitación del partido comunista no había conseguido penetrar.

Como era de esperar, en las entrañas del NSDAP, el partido político de Hitler, la obra sentó como un tiro. En la prensa afín a esta ideología se llamó a la cruzada para el asesinato del autor. Llegaron incluso a apedrear un coche y apalear a su conductor confundiéndole con él. Una vez que el nacionalsocialismo hubo barrido la democracia un par de años más tarde, el mismo Tucholsky comentó que el libro había sido demasiado generoso. “Tenemos el derecho de odiar Alemania…, porque la queremos”, sentenció.

Tucholsky llevaba tiempo viéndole las orejas al lobo del fascismo. Primo de Rivera, “el Ludendorff español”, gobernaba en España desde 1922 y Mussolini en Italia como dictador desde 1925. Incluso en Francia había conocido de primera mano la deriva nacionalista de Poincaré. Durante su estancia en París coincidió en alguna conferencia con Miguel de Unamuno, al que también cita en Un libro pirenaico, ya que vivía su exilio en Ipar Euskal Herria. Uno de los artículos de aquella época lo titula Unamuno habla. Durante una charla-debate de Unamuno, un espectador se le acerca gritándole que el parlamentarismo está acabado, que es la hora del fascismo, de la modernidad, de la revolución. Unamuno se retira abochornado. Tucholsky hace una reflexión sobre la extraña deriva que está tomando la oposición política en todos estos países, sobre el peligroso nuevo sincretismo que se cierne sobre Europa, sobre esta especie de “revolucionaria reacción” (RH, pág. 165), oxímoron de difícil explicación que él utiliza para denominar esta tendencia.

“El otro día instalamos una radio y oímos a Adolf. […] Primero Göring, […] después Goebbels, […] el Führer toma la palabra, […] retrocedí a un par de metros del aparato y confieso que le escuché poniendo todos mis sentidos. Y sucedió algo realmente curioso. Que no hubo nada. Su voz no era tan antipática como se podría pensar. Desprendía un olor como a posaderas, a virilidad, poco apetitosa, pero en general bien. A veces berrea, luego vomita. Pero por lo demás: nada de nada. Sin suspense, sin clímax, no me seduce, al fin y al cabo soy demasiado artista como para poder admirar la creatividad en semejante chiquillo, si hubiera algo. Nada. Ni humor, ni calidez, ni ardor, nada. No dice más que las más estúpidas banalidades, conclusiones que no lo son. Nada” (FJR, pág. 122). Mientras ocuparon cargos de segunda fila, Tucholsky siempre tuvo a Goebbels y Hitler en el punto de mira. Repartió sátiras para todos y las más corrosivas, por supuesto, se las llevó Hitler: “Pero, hombre, si estás contrahecho, eres defectuoso/ Y eres un bocazas, si no, no serías famoso” (HB, pág. 451). Hasta que asaltaron el poder y le congelaron la sonrisa.

Fernando Pérez de Laborda, traductor de 'Un libro pirenaico'

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