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Así vio Kurt Tucholsky al pueblo vasco en su viaje pirenaico

En 1925, el escritor Kurt Tucholsky llegaba al País Vasco continental, engrosando así la interminable lista de alemanes que hay “entre los investigadores de Eskual Herria, tal y como los vascos llaman a su país”. A través de su pluma alegre y satírica, traza un libro de viajes totalmente inusual para la época, divertido a la par que solemne, en el que habla con frescura y humanidad de individuos corrientes. En el fragmento de Un libro pirenaico que aquí reproducimos, Tucholsky lanza este primer esbozo sobre el pueblo vasco.

San Juan de Pie de Puerto: los vascos

Un conde de Montmorency se jactaba ante un vasco de la antigüedad de su nombre, de su nobleza, de su familia, se jactaba de los grandes varones de los que él procedía. El vasco replicó: «Nosotros, los vascos, señor Conde: nosotros no descendemos de nadie».

Por tan antiguos se tienen. No lo tienen mal: no se les puede probar nada. No se sabe quiénes son, de dónde proceden, qué tipo de lengua es la que hablan..., nada. Porque no hay ningún latín, ningún romance, ningún idioma nórdico que te pueda servir de ayuda. Un idioma en el que las palabras «Quien pase por esta puerta se sentirá como en casa», se dicen ‘Atehan psatzen dubena bere etchean da (sic)’, resulta imposible de descifrar para nosotros. Tampoco nadie lo ha conseguido. Muchos lo han intentado.

La Pelote: juego de pelota de los vascos.¿Un enigma científico irresoluble? Un asunto que quita el sueño a muchos académicos alemanes. Observamos una larga lista de alemanes entre los investigadores de Eskual Herria, como los vascos denominan a su país: Wilhelm von Humbold entendía y hablaba vasco, y Hübner, Uhlenbeck, Linschmann, el fundador de una sociedad vasca en Berlín; Phillips, Schuchardt in Graz y tantos otros han andado atareados con el enigma. Nadie lo ha resuelto. Hay escuelas y grupos. La primera teoría dice que los vascos vienen del sur, la segunda, que vienen del norte, la tercera, que son asiáticos. De todo ello hay pruebas, de nada de ello hay pruebas. Solo hay un triste asunto para lo que hay evidencias: la lengua podría extinguirse un día bastante predecible.

Lo primero de todo, la lengua tiene problemas para evolucionar. No forma nuevas palabras para los nuevos conceptos y, cuando los vascos quieren decir «lápiz», como el idioma no reconoce el objeto, se tienen que servir de la palabra francesa, agregándole la terminación vasca «a»: crayona. La generación de los mayores solo hablaba vasco, y he visto y escuchado gente con la que no me podía entender de ninguna de las maneras. Las nuevas generaciones entienden el francés sin excepción y por lo tanto hablan ambos..., pero ya hay gente joven y pueblos enteros en donde ya se ha extinguido. Los investigadores vascofranceses exponen, con pena, cómo se les ha ido remitiendo de un pueblo a otro durante sus trabajos de campo: «Sí, entre nosotros ya no se habla vasco... pero quizá en Izaba». La lengua podría extinguirse.

Pero la raza, por de pronto, no. Son quinientas mil personas más o menos, eso es todo... Cuatro provincias están en suelo español y tres, en suelo francés: Labort, la más al oeste, con Bayona y San Juan de Luz; la Baja Navarra con San Juan de Pie de Puerto y Zuberoa con Mauleón. Los vascos no se atienen a la división departamental burocrática francesa que no reconoce en absoluto los hermosos nombres de Bretaña o Normandía, sino que llaman a sus provincias con las viejas denominaciones. Y, a pesar de todo lo orgullosos que estén: no hay nada agresivo en ello, no hay un «conflicto vasco». Aquí no hay nadie que quiera ser liberado, porque no hay nadie que se sienta oprimido.

La primera sensación es, en mitad del monte, marineros. No hay ninguna explicación racional para esta impresión. Sus rostros, su modo sereno de proceder, el aplomo que tienen, la libertad interior..., todo ello te lleva a pensar en el mar, en barcas de pescadores, en gente de puerto. Si sus antepasados fueron un pueblo navegante..., quién sabe. Pero la diferencia con los franceses del interior del país es descomunal. Los hombres gozan de buen aspecto, son de cabeza pequeña, de rasgos curtidos. Con cada rostro campesino tienes la misma impresión: ¡Ese es uno de ellos!

Las costumbres han sido durante largo tiempo patriarcales y aún, hoy en día, lo son en parte. El pater familias tiene una autoridad de gobierno ilimitada, la mujer sirve, pero sin presión. El derecho al castigo de los padres se ejerce prácticamente hasta la mayoría de edad de los hijos. He podido informarme de si el hecho de que muchos vascos hubieran servido en el Ejército francés en regiones tan dispares, no vaya, poco a poco, minando la estructura familiar. Me han respondido que no, y yo lo creo así. Esta tradición conservadora tiene unos sólidos cimientos.

Hay pocos terratenientes en esta comarca y los campesinos son libres. Pero tienen el interés puesto en conservar íntegra toda su hacienda, algo que contradice el derecho sucesorio francés que no reconoce ningún fideicomiso. ¿Y entonces qué...?

Tenemos el mismo fenómeno que aconteció, en su momento, con la nobleza rural prusiana, cuando su fideicomiso fue abolido por ley. La hidalguía prusiana es como la vasca: ambos grupos se aferran a los viejos derechos familiares de compromiso, renunciando los herederos perjudicados. Y, en ambos grupos, no hay ni un solo caso en el que los hermanos más jóvenes se disputen el patrimonio paternal por medio de un proceso que pudieran ganar indefectiblemente. Los padres conceden al mayor la posibilidad de comprar la parte de la herencia a los más jóvenes. A veces, incluso se hipoteca la deuda. Si uno de los hijos pertenece al estamento religioso, entonces renuncia, como miembro de una iglesia completamente interesada en este primitivo reparto de tierras... En cualquier caso, sortean como sea la, para ellos, tan incómoda ley. La hacienda debe mantenerse indivisa. Y así se mantiene (algo parecido he encontrado también en Andorra).

La tierra de los vascos es suave, agradable, verde como un jardín, ondeada, por lo menos, mientras permanece sobre la explanada a los pies de los Pirineos. Las faldas de esta cordillera son, además, lo más hermoso que me haya podido encontrar allí, y así, casi, en cualquier lugar: desde Bayona hasta Perpiñán, desde el Océano Atlántico hasta el Mar Mediterráneo. Los Bajos Pirineos albergan muchos desfiladeros y difíciles cumbres montañosas de las que las haciendas, por supuesto, se mantienen alejadas. Sus casas son edificios encalados de piedra que disponen de umbríos balcones ornamentados..., un estilo adaptado por la arquitectura moderna para las villas y casas de campo de la región. Estas balconadas de madera se encuentran, sobre todo, en Labort, y bastante menos en Navarra. Aquí las casas son más lóbregas, mientras que en Zuberoa son exclusivamente de piedra. Todas las casas están con la pared trasera mirando al oeste, desde donde sopla el molesto viento. Las iglesias no se pudieron levantar así, sin que se violaran todos los preceptos litúrgicos establecidos. Esa es la razón por la que la puerta de la iglesia está a menudo protegida contra el viento.

Casi todas las casas tienen pequeños balcones. Hay casuchas miserables de labradores y casas conservadas en muy buenas condiciones. Las iglesias suelen disponer de curiosos y viejos campanarios donde las campanas doblan como antaño. Y en su interior tienen una pequeña curiosidad: galerías para hombres. Esta división no es muy común y existe por una razón muy particular.

Las provincias vascas están llenas de ovejas. Si uno quiere documentarse sobre dónde estuvo en Francia la brujería durante la Edad Media, no tiene más que anotar sobre un mapa las regiones en donde se hallan los machos cabríos y los carneros..., allí mismo se encuentra de manera irremediable. Esta brujería, cuyos últimos coletazos todavía se aprecian por medio de toscas supersticiones, es de origen puramente católico: es, por decirlo de alguna manera, magia divina. No tiene ningún tipo de influencia oriental, nada asiático..., no es más que el primitivo demonio romano que acarrea su espíritu. La magia campesina es un fenómeno complejo: un materialista tan superficial como el señor Hellwig de Potsdam, magistrado de la Audiencia Provincial y especialista prusiano contra el ocultismo, no habría encontrado nada de provecho en ella. Pero durante el siglo XII hubo continuas cazas de brujas que fulminaron al desdichado pueblo... La Iglesia se erigió, de pronto, en el centro de interés. Los recintos eclesiásticos se quedaron pequeños y fue en aquel momento cuando se construyeron las galerías. Se pueden encontrar este tipo de galerías prácticamente en todas las iglesias vascas. Hay una de tres alturas especialmente hermosa en la gran iglesia de San Juan de Luz, ubicada en la costa cerca de Biarritz, junto a la frontera española. Allí fue donde se desposó Luis XIV, y allí se encuentra, todavía hoy, la Casa Haraneder, donde residió la infanta María Teresa poco antes de su boda.

Modelo de caserío vasco.La Iglesia juega en este país, que por voluntad propia es piadoso, un papel muy importante. Apenas hay protestantes... Si uno quiere ver «la ciudad» o «el pueblo» no tiene más que situarse delante de la puerta de la iglesia un domingo de misa. De allí brotan a chorros. Pero no ataviados con trajes regionales vistosos, de manera romántica, insolente, como extraídos de una novela. Predomina la indumentaria urbana. Los campesinos visten sus blusas negras en las ferias de ganado, pero no los domingos. Únicamente la béret la llevan todos. Es una gorra redonda, sin vuelo ni volumen, como si fuera una bolsa de hielo hecha de tela, con un pequeño rabillo justo encima. Algunos chavales parisinos llevan algo parecido, y muchos conductores. Apenas se ven botas de monte..., las espadrilles son sandalias blancas que no difieren mucho de las sandalias de playa. El pie camina seguro sobre el fino revestimiento de tela, y uno se acostumbra rápido a las piedrillas.

Pero lo mismo da cuánto tiempo pases delante de la puerta de la iglesia: jamás llegarás a ver una dinastía vasca al completo. Siempre falta alguno, y ese está en América.

La emigración es, en efecto, muy alta. Los vascos son buenos y expertos ganaderos y no se debe contemplar esta emigración como una válvula de escape del proletariado oprimido. Los jóvenes agricultores cruzan el charco para hacer dinero: van a California a criar carneros, a Argentina con el ganado vacuno y, una minoría, a Chile a comerciar. En su mayoría son los hijos más jóvenes los que emigran, los que no heredan y tampoco quieren entrar al servicio de desconocidos en su propia tierra. Al otro lado encuentran enseguida algún contacto: un tío, un amigo, un hermano. Y lo más curioso de todo: todos vuelven. Ahorran en América el dinero que no han podido y no han querido gastar durante los largos y aislados meses de pastoreo... Vuelven como ancianos, con una más que considerable fortuna que hoy, con el cambio, es mayor que la de antes de la guerra. Muchos de ellos tienen una mujer que les espera en casa, y no precisamente en vano. A los que vuelven les apodan les Américains, mostrando con orgullo sus bellos caseríos. Son gente muy consciente de lo que quiere.

Pero, ¿qué es lo que hacen estos campesinos vascos por las tardes y durante los domingos, cuando no trabajan?

Un libro pirenaico • Kurt Tucholsky

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