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'La historia oficial': el hilo invisible de Jonathan Martínez

“Contador de historias”, como él mismo se define, Jonathan Martínez se ha convertido en uno de los comunicadores más importantes de nuestro país. A pesar de llevar toda la vida escribiendo y publicando en trabajos compartidos, es ahora cuando presenta, de la mano de Txalaparta, su ópera prima, La historia oficial, en la que aúna su pasión literaria, su faceta de guionista cinematográfico y su labor de divulgación histórica. Frente a los contrabandistas de la historia, este es un relato de relatos que, descendiendo a lo más profundo y oscuro, nos habla de la esencia misma de la sociedad y el ser humano.

Dos aviones franquistas bombardean la villa vizcaína de Otxandio en plenas fiestas patronales y dejan la plaza Andikona sembrada de niños muertos. Es 11 de septiembre de 2001: las televisiones retransmiten en directo el momento en que dos aeronaves impactan contra las Torres Gemelas de Nueva York y, antes de derrumbarse, decenas de personas saltan al vacío desde las ventanas. Veinte años después, aviones estadounidenses abandonan el aeropuerto de Kabul y dos personas que intentaban huir en ellos se precipitan al vacío.

En un intento por explicar y comprender las caídas literales y metafóricas del ser humano, Jonathan Martínez se calza las botas de investigador para, en un inmenso ejercicio literario e intelectual, ayudarnos a recomponer los jarrones rotos de nuestra historia más reciente, al tiempo que él mismo va atando los cabos sueltos de su propia genealogía. En este viaje temporal y geográfico, protagonistas y hechos aparentemente distantes entre sí se irán entrelazando fantasmagóricamente dejando al descubierto las raíces de fenómenos tan actuales como las corrientes migratorias o el auge de la extrema derecha. Desde los bombardeos de la Legión Cóndor hasta el derrocamiento de Salvador Allende, desde la caza de brujas hasta Soto del Real, desde la quiebra de Lehman Brothers hasta el retorno de los talibanes a Kabul, desde la vieja Florencia hasta Bagdad, veremos a César Borgia asesorar al cártel de Sinaloa y a Maquiavelo descender a los sótanos de Abu Ghraib, en una lectura del pasado que se lee como una novela policiaca y se ve como múltiples escenas de una misma película.

Vaso

1. m. Pieza cóncava de mayor o menor tamaño, capaz de contener algo.

Un vaso de cristal revienta contra el azulejo y se esparce en pedazos sobre el suelo de la cocina. Deslizamos la escoba por el rodapié y la internamos bajo los muebles hasta agrupar todos los fragmentos dispersos en el recogedor. Ya no es una pieza cóncava y tampoco es capaz de contener nada pero a su manera nunca ha dejado de ser un vaso.

Así me gustaría que se leyera este libro. Como quien barre los añicos de una historia que pudo ser una pero que quiso ser cientos.

Jonathan Martínez, en La historia oficial

El autor

Jonathan Martínez (1982, Bilbo). Lo trajeron al mundo en la Zona Especial Norte. Lo que pasó antes y después nos lo lleva contando él mismo durante casi una década desde medios como Gara, Nació Digital, Público, Ctxt, Radio Euskadi, Catalunya Ràdio, ETB o TV3. Ha centrado su obra en la recuperación de la memoria histórica, el análisis del discurso mediático y la defensa de los derechos humanos, civiles y políticos. Articulista, guionista y, sobre todo, como él mismo afirma, contador de historias, estudió Dirección de Ficción Audiovisual en el CFP de Sevilla y ha trabajado en el ámbito cinematográfico. En 2021 se doctoró en Comunicación con una tesis sobre el mito y el imaginario simbólico en el cine de Alejandro González Iñárritu.

Página en blanco | Jonathan Martínez

Jon Jimenez me pregunta en un correo electrónico si puedo remitirle el primer borrador en octubre. Me invade el pánico. Hace ya más de tres años que prometí escribir este libro e incluso firmé el compromiso sobre una servilleta durante una comida en un restaurante de Tafalla. Por aquel entonces, un trabajo doctoral se había apoderado de toda mi energía. Después he ido aplazando la escritura con pretextos de mal pagador. He avivado unas expectativas y ahora no sé cómo satisfacerlas pero tampoco cómo defraudarlas.

En los últimos meses he tomado notas en el envés de la lista de la compra, en cuartillas llenas de rayones y en páginas arrancadas de cuadernos cuadriculados. He delineado bosquejos cuyos significados he terminado olvidando. He distribuido pequeñas libretas de espiral por toda la casa para capturar cualquier idea que acuda a mi cabeza sin importar si estoy comiendo o dándome una ducha. Hay pósits fluorescentes estampados en las paredes de mi habitación. Hay fotografías prendidas con cinta adhesiva a un panel de vinilo. Hay libros apilados en columnas precarias que siempre se desmoronan y se esparcen por el suelo como una baraja de naipes. Vivo asediado por los libros. Los apilo junto al zócalo y van sumando la envergadura de una ciudadela. El aire se achica y yo caigo en la pesadilla de un emparedado. Aún recuerdo el escalofrío que sentí la primera vez que leí El tonel de amontillado, ese relato de Edgar Allan Poe en el que un hombre llamado Montresor venga una afrenta lejana sepultando a su enemigo en una catacumba.

Escribir es acoplar retales, anudar los trazos de otras vidas, encajar las mitades perdidas de los mapas. William Burroughs contaba que escribía con unas tijeras en la mano y juraría que he conseguido comprender por qué. Me he abierto paso entre la maleza de los álbumes familiares, he desenterrado cartas y certificados, he desempolvado fotografías agrietadas de una época sepia que ya no interesa a nadie. Escribir, a fin de cuentas, es ganarle terreno al abandono. Más me vale asumir que un día el tiempo tachará todas mis vivencias. Los eventos más coloridos se atenúan hasta volverse irreconocibles y si no viéramos las fotografías ni siquiera podríamos estar seguros de que realmente ocurrieron. Yo mismo he ido perdiendo la definición exacta de aquello que no registré cuando tuve la oportunidad. Hubo periodos de mi vida en que desatendí la costumbre de escribir, fotografiar o testificar mi propia existencia y ahora solo me queda un vacío de días sobrantes. Un campo de fosas biográficas.

Pienso que escribir se parece mucho al oficio del detective. Uno va recorriendo el camino de las pesquisas e interroga a las personas y a los libros como si fueran testigos de un crimen sin esclarecer. Sigo una ruta tortuosa y sembrada de pistas falsas y de callejones sin salida. Los libros se remiten unos a otros y dialogan entre sí tejiendo una intrincada telaraña de la que no sé cómo desenredarme. Podría pasarme la vida rastreando una pista, olfateando un indicio, pero soy consciente de que prolongar mis averiguaciones no es más que una excusa pueril para postergar la escritura. Aunque me niegue a admitirlo, me aterroriza la página en blanco. En algunas ocasiones escribo de corrido en una especie de epifanía. Mis manos pulsan el teclado con el ritmo desenvuelto de un pianista de jazz y las ideas brotan de mí en una catarata. Otras veces, en cambio, el terreno se empantana y cada sílaba duele lo mismo que sacarse la piel a tiras. Detrás de la obsesión perfeccionista anida un miedo primitivo al fracaso. A no dar la talla. Le prometo a Jon Jimenez que esta vez me pondré manos a la obra. Ha llegado el momento de alinear las palabras. Tengo una mochila llena de historias y es hora de desplegarlas sobre el papel igual que un vendedor ambulante extiende su género sobre una sábana. Este relato de relatos habla del miedo. Ese gran dictador que escribe la historia.

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