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Prólogo de Manuel Martorell al libro 'Una represión olvidada'

En contra de lo que se suele pensar, el carlismo sufrió la represión franquista durante todo el régimen, y también después, tal y como muestra el historiador Josep Miralles Clement en este trabajo. En el prólogo del libro, el historiador navarro Manuel Martorell, que ha realizado multitud de trabajos de investigación en torno al carlismo, reafirma la tesis del autor y la relevancia de la obra. Lo puedes leer a continuación.

Uno de los principales inconvenientes a la hora de tratar el fenómeno histórico del carlismo es concebirlo como un conjunto homogéneo, cuando, en realidad, existen y han existido interpretaciones muy distintas e incluso opuestas de este secular movimiento legitimista. Y no nos referimos tanto a tendencias, corrientes o, como se dice ahora, “sensibilidades” distintas en el seno de una misma organización, sino más bien a posicionamientos sociopolíticos que solamente tienen en común el uso de un mismo nombre, simbología y referencias históricas que se retrotraen a las primeras décadas del siglo XIX.

Incluso en los momentos en los que se presenta en apariencia con mayor cohesión organizativa, como le ha ocurrido al estructurarse militarmente en sucesivos conflictos bélicos, estas diferencias terminan por emerger y exteriorizarse públicamente. La Guerra Civil y la dictadura de Franco no fueron ninguna excepción; hubo posturas enfrentadas ante hechos de gran trascendencia social, como pudieron ser en estos dos periodos históricos los posicionamientos ante el surgimiento del régimen franquista o ante los crímenes cometidos en la retaguardia, de forma especialmente intensa en Nafarroa, por mucho que en nuestros días se intente proyectar al conjunto del carlismo y de forma simplista una misma actitud en relación a estos dos relevantes hechos.

Se podrían poner unos cuantos ejemplos, pero, obviamente, este prólogo no es el lugar más idóneo para hacerlo. Sirva solo de muestra el canje general propuesto por la Junta Nacional Carlista al Gobierno Vasco que pudo salvar a finales de 1936 cientos de vidas en ambos bandos. Esta importante iniciativa tendente a humanizar la guerra fue lanzada en octubre por la citada Junta Nacional, liderada por Manuel Fal Conde y Javier de Borbón-Parma, con apoyo del Reino Unido y de la Cruz Roja Internacional, pero fue desbaratada por la Junta de Nafarroa enviando una comisión al Cuartel General de Franco para denunciar un proyecto que, en diciembre, estaba ya prácticamente cerrado. Las dos juntas, la nacional y la navarra, también se enfrentaron ante el Decreto de Unificación de 1937 que sentaría las bases políticas del régimen: la primera rechazándolo; la segunda, respaldándolo e integrándose en el partido unificado.

Desde el régimen, la actitud ante estos dos “carlismos” también fue diferente. Serrano Súñer, “cuñadísimo”, diseñador del proyecto FET y de las JONS, primer ministro de Gobernación, nada más acabar la Guerra Civil responsable de la política exterior y, por lo tanto, una voz más que autorizada, lo explica con nitidez en sus memorias: “A la cabeza de los tradicionalistas figuraban dos tendencias: una de orientación alfonsina y propensa a la colaboración política con Franco –Rodezno, Bilbao, Florida, Esparza, Oriol, Mazón, que efectivamente entrarían con disciplina en la unificación– y la carlista intransigente representada por Fal Conde y que a la hora de la prueba rechazaría toda cooperación y se mantendría en sus trece fuera del aparato unificado. Fal Conde era temido en el Cuartel General y su resistencia a la unificación hubiera tenido como respuesta una represión violenta de no haber sospechado Franco, con razón –subraya explícitamente Serrano Súñer– un verdadero motín en los frentes”.

Como señala implícitamente Serrano Súñer, Franco estuvo a punto de fusilar a la figura más relevante del carlismo en esos momentos y solo se contuvo en su drástica decisión porque la retirada de los requetés de los frentes habría dado un vuelco total al desarrollo de la guerra. Se limitó a mantenerlo deportado en Portugal. Lo mismo se puede decir de Javier de Borbón-Parma, abanderado de la dinastía proscripta, expulsado expeditivamente del territorio nacional tras enviar una pareja de guardias civiles a buscarle al convento donde pernoctaba porque tardaba en llegar al Cuartel General de Burgos, desde donde se le había ordenado que se presentara lo antes posible, interrumpiendo su gira por los frentes de Andalucía. Precisamente, durante este viaje por las tierras del sur, su secretario particular, el dirigente guipuzcoano Antonio Arrue, fue ingresado en la prisión de Granada por orden de la autoridad militar.

Estos dos ejemplos y muchos otros que se registraron en los tres años de guerra indican que hubo represión y desde el principio contra aquellos sectores del carlismo que se opusieron al proyecto político de Franco. Incluso hubo casos, aislados, en los que carlistas fueron asesinados por fuerzas de su propio bando que, en su vorágine de sangre, ni siquiera distinguieron a sus antiguos correligionarios; fueron víctimas de venganzas, acusados de traición o deserción y también de bombardeos indiscriminados por la aviación “nacional” que, por ejemplo, en el caso de Durango, dejaron esta localidad vizcaína, mayoritariamente carlista, cubierta de cadáveres.

La primera década de la posguerra, los años cuarenta, fueron especialmente duros para este carlismo enfrentado al régimen. Los Servicios de Información de FET y de las JONS, que funcionaban como una policía paralela, actuaron a diestro y siniestro con una impunidad total; tenían sus propios centros de detención y aplicaron a estos carlistas disidentes, sin que desde la cúpula del régimen se hiciera nada para impedirlo, castigos que llevaban el inconfundible sello de la Falange: palizas, cortes de pelo, aceite de ricino, secuestros… Fueron los años en los que los métodos represivos utilizados contra carlistas se parecieron más a los que se usaban con el resto de la oposición, aunque nunca llegaron a la liquidación sistemática de la vida, como ocurría con republicanos, socialistas, comunistas o anarquistas. La situación llegó a tal punto que la reconstituida Junta Nacional de Manuel Fal Conde se planteó la instauración de una “medalla del represaliado”.

La impunidad con que actuaban los piquetes de FET y de las JONS les llevó a perpetrar el atentado de Begoña de 1942 y a disparar contra la concentración carlista de la plaza del Castillo de Iruñea el 3 de diciembre de 1945, episodios ambos que en la documentación oficial han sido catalogados como movimientos de sedición contra el régimen. Los sucesos ocurridos entre estas dos fechas muestran que el carlismo falcondista hizo un gran esfuerzo por acabar con la dictadura e instaurar un modelo de monarquía basado en el antiguo sistema foral que pudiera reconciliar a España con las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial.

En ambos casos y en otros semejantes, el castigo a los antiguos requetés que, en una alta proporción se mantuvieron fieles a don Javier y a Fal Conde, habría sido mucho más duro si el carlismo no hubiera contado con el apoyo en esos momentos de una serie de generales que, como Varela, García Valiño, Solchaga o Monasterio, todavía tenían en muy alta estima a quienes, distinguiéndose por su valor en el campo de batalla, les habían sacado las castañas del fuego en numerosas ocasiones. Estos mismos generales, sin embargo, no dudaron en abandonarles a su suerte cuando Franco y su régimen fueron aceptados como aliados por los países occidentales al formarse, en plena Guerra Fría, esa amplia alianza para hacer frente a la amenaza soviética que terminó configurando la actual OTAN.

No cabe duda, por lo tanto, de que el grado de enfrentamiento entre el régimen y el carlismo javierista en los años cuarenta y comienzos de los cincuenta fue similar si no superior al que se produjo a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, cuando este sector del carlismo confluyó con los distintos movimientos de oposición democrática, primero sumándose al Pacto por la Libertad propuesto por el Partido Comunista de España (PCE) en 1972, después participando en la fundación de la Junta Democrática (1974) y finalmente contribuyendo a la coordinación de todos los grupos opositores en la llamada Platajunta, cuyos representantes negociaron con el Gobierno de Adolfo Suárez la transición a un sistema de libertades.

En estos últimos años de la dictadura, el carlismo se vio acompañado por el poderoso PCE y las emergentes organizaciones de izquierda revolucionaria en muchas regiones, aunque de forma muy especial en Nafarroa y las comarcas septentrionales del País Valencià. Entonces, los sicarios de la Brigada Político-Social, igual que habían hecho los servicios de Información de FET y de las JONS durante los años cuarenta, no tuvieron la menor consideración a la hora de apalear en comisaría a la militancia carlista; los casos de Victorino Ruiz de Azúa, Carlos Catalán, Ángel Martorell, Javier Lusarreta, Rosa Zufía, José Lázaro Ibáñez, Loli Labiano, Angelines Lesaca, Tomás Bravo, Francisco Ubierna… se explican por sí mismos.

A ambos periodos corresponde la mayor parte de los datos registrados por Josep Miralles en la cronología final de este libro, cuyo contenido, como él mismo indica, se centra en las dos últimas décadas de la dictadura, puesto que, con la Fundación Larramendi, ya había publicado en 2018 en la editorial Schedas la parte de su trabajo que recoge datos hasta el año 1955. Precisamente en esa cronología se puede apreciar que en el periodo del “colaboracionismo”, que Miralles prefiere denominar de “no beligerancia”, es decir, entre 1956 y 1966, la década que transcurre a partir de la sustitución de Manuel Fal Conde por José María Valiente al frente de la entonces Comunión Tradicionalista, disminuyen considerablemente las acciones represivas contra la militancia carlista.

Se trata de un periodo en el que el carlismo tuvo un grado de tolerancia y capacidad de acción similar al de un partido legal. Los números cantan: durante el periodo falcondista, entre 1939 y 1955, los casos de represión superan con creces los dos centenares, una cifra muy similar a la registrada entre 1967 y 1978, mientras que en la etapa colaboracionista de Valiente quedan registrados apenas medio centenar. Tales datos indican, además, que la oposición del carlismo javierista al franquismo no se limitó, como señalan algunas interpretaciones historiográficamente revisionistas, al también llamado periodo “tardofranquista”.

Quienes acompañaron a Valiente en esa aventura estaban convencidos, ingenuamente, de que Franco se había arrepentido del maltrato infligido al carlismo y que tendría en cuenta a la dinastía Borbón-Parma para preparar la restauración de la monarquía que se instauraría cuando él muriera. Importantes sectores del carlismo dieron la espalda a ese experimento colaboracionista que no llegó a ninguna parte, mientras otros aprovecharon la oportunidad que brindaba esa libertad de movimientos para acumular fuerzas, fortalecer la organización y editar publicaciones de circulación legal, como Montejurra en Nafarroa, Esfuerzo Común en Aragón o Aparisi y Guijarro en el País Valencià.

Tras su fracaso, Valiente y sus más estrechos colaboradores, incapaces de seguir la evolución ideológica del carlismo mayoritario, terminaron por integrarse en el régimen, aceptando la monarquía de Juan Carlos, mientras la corriente fiel a los Borbón-Parma, dirigida por quienes siempre se habían opuesto a la dictadura, volvió a las filas de la oposición, compartiendo los zarpazos represivos en todos los frentes de lucha y en todos aquellos lugares en los que el carlismo progresista y democrático tenía presencia organizada; presencia que, sobre todo durante la Transición, alcanzó un protagonismo político de primer orden, como se pudo demostrar en los sucesos de Montejurra o Jurramendi de 1976, en la denominada “Marcha de la Libertad” de 1977 o en los actos previos a la celebración de la concentración de Montejurra de 1978.

El carlismo, en esos años, cometió el error de no realizar el trabajo de reflexión histórica sobre su actitud política tanto durante la Guerra Civil como durante la dictadura franquista cuando en esos momentos todavía vivían muchos de los que habían protagonizado aquellos acontecimientos tan trascendentales. Un error que debiera ser extensivo, y por este orden, al Partido Comunista de Santiago Carrillo y al Partido Socialista de Felipe González y Alfonso Guerra que, en aras de la tan cacareada “reconciliación nacional”, no tuvieron el valor de imponer, como condición para una transición pacífica a la democracia, la creación de una “Comisión de la Verdad”, que, sin distorsionar jurídicamente el espíritu de la amnistía política, hubiera acotado considerablemente el grado, características y los agentes que intervinieron en la maquinaria represiva, tanto durante la Guerra Civil como en todas las etapas del franquismo, evitándonos así ahora las lecturas y extrapolaciones interesadas con datos parciales y ausencias de testimonios fidedignos que en esos años de la Transición habrían podido ser recabados con facilidad.

Como también señala Josep Miralles, ahora nos tenemos que conformar con datos incompletos o que resulta difícil verificar o comprobar, pero, al menos, su trabajo, tanto en el periodo ya publicado como el que ahora sale a la luz con la editorial Txalaparta, permite una aproximación a lo que significó la represión franquista sobre ese carlismo popular que supo hacer frente al proyecto político de Franco.

Manuel Martorell, prólogo del libro Una represión olvidada.

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