Cesta de la compra

{{ item.full_title }} {{ item.description }}
{{ item.quantity }}
Subtotal
Envío exprés Envío normal Gastos de envío Envío gratis
Te quedan para que el envío sea gratuito Te quedan para que el el coste sea de 2€
Cupón de descuento {{ cart.coupon_name }} - x
{{ cart.coupon_message }}
Te quedan {{ (cart.coupon_discount - (cart.total_without_taxes + cart.total_taxes)).toFixed(2) }}€ para gastar de tu cupón de descuento. Ten en cuenta que el cupón sólo puedes usarlo una vez.
Total a pagar
Envíos en 24h. Envíos en 72h. El pedido te llegará el {{ cart.delivery_date_human }}


{{ cart.delivery_message }}
Carro de la compra vacío Actualmente no tienes nada en la cesta de la compra. Ir a la librería.
  • Home
  • Noticias
  • Leer la Revolución | Jaime Pastor Verdú | Prólogo al...

Leer la Revolución | Jaime Pastor Verdú | Prólogo al libro 'Historia de la Revolución rusa', de León Trotsky

Mucho se ha escrito en torno a si la toma del Palacio de Invierno en octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de estado. Existen datos incontestables, sin embargo, procedentes incluso de adversarios irreconciliables con los bolcheviques, de que fue lo primero y de que estos contaban con el apoyo de la mayoría de los sóviets cuando decidieron el asalto decisivo. En las siguientes líneas os ofrecemos el prólogo de Jaime Pastor Verdú a esta edición del libro Historia de la Revolución Rusa, de León Trotsky, editada por Txalaparta con motivo del centenario de la misma.

Al igual que Tucídides, Dante, Maquiavelo, Heine, Marx, Herzen y otros pensadores y poetas, Trotsky alcanzó su plena eminencia como escritor en el exilio durante los pocos años de Prinkipo. La posteridad lo recordará como el historiador, así como el dirigente, de la Revolución de Octubre (Isaac Deutscher).


Así pues, sea cual sea el desfase que se observa entre las realidades que genera la Revolución de Octubre, por un lado, y, por el otro, el ideal del proyecto socialista tal como lo imaginaban los bolcheviques, la obra de Trotsky constituye sin duda la única que, en la Historia, nos lleva a una rotunda inteligibilidad de los acontecimientos que transformaron el curso de la revolución (Marc Ferro)

Así valoraban el escritor polaco y el historiador italiano la excepcional relevancia de la contribución que hiciera Trotsky con esta obra que aquí presentamos. En efecto, nos encontramos ante un extraordinario trabajo historiográfico que ha tenido un creciente reconocimiento no solo por parte de muchos de sus contemporáneos, incluidos rivales políticos como Miliukov y Sujanov, sino también por un elenco muy plural de historiadores. A lo largo de sus páginas hay un relato vivido en primera persona de un proceso revolucionario triunfante, pero también un ejemplo de “historia desde abajo y desde dentro”, apoyada en el empleo en “estado práctico” (como hiciera Marx en sus escritos sobre Francia) de conceptos que pasarían luego a ser de uso corriente. Una obra que ha sido referencia para posteriores estudios sobre las revoluciones, como es el caso de los realizados por Charles Tilly, o considerada superior a otros desde el punto de vista metodológico, como los emprendidos por Theda Skocpol.

Lecciones del “ensayo” de 1905

Con todo, no se puede entender esta aportación de tan alta calidad sin el ensayo que ya escribió el autor a propósito de la Revolución rusa de 1905 en su obra Balance y perspectivas, publicada un año después. En ella introducía un esbozo de lo que definirá como ley del desarrollo desigual y combinado, con el fin de poder comprender la especificidad del tipo de capitalismo que se estaba conformando bajo el Imperio ruso en el marco de la nueva fase imperialista. Una tesis que suponía en cierto modo un esfuerzo por enlazar con las últimas reflexiones que hiciera Marx, gracias a la influencia de sus lecturas del populismo ruso, superando así lo que este mismo escribiera en su prólogo a la primera edición del Libro I de El Capital, según el cual “el país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro”.

Así, en su análisis del contexto histórico en que se inserta la revolución de 1905 sostenía que “el capitalismo, al imponer a todos los países su modo de economía y de comercio, ha convertido al mundo entero en un único organismo económico y político”. Será luego, en el capítulo I de esta obra que nos ocupa, cuando desarrolla esa argumentación sobre el carácter desigual pero también combinado del capitalismo “aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de las distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”, ya que “el privilegio de los países históricamente rezagados –que lo es realmente– está en poder asimilarse las cosas o, mejor dicho, en obligarse a asimilarlas antes del plazo previsto, pasando por alto toda una serie de etapas intermedias”.

Es esa nueva configuración del capitalismo en su etapa imperialista la que le lleva a analizar Rusia dentro de la economía mundial entre Europa y Asia y, por ello mismo, a sostener que la revolución que habrá que promover en ese país no puede limitarse a derrocar al zarismo y a apoyar a una burguesía “progresista” para realizar algunas tareas democráticas sin duda fundamentales, como lo serán la conquista de la paz, la reforma agraria y la libre determinación de los pueblos. Dada la debilidad de esa burguesía, esos objetivos solo podrán alcanzarse si son asumidos por el nuevo proletariado industrial en ascenso –siempre que se ganara el apoyo del campesinado– y, por tanto, exigen también emprender medidas que conduzcan a cuestionar la propiedad privada de los principales sectores de la economía.

Para Trotsky, la misma dinámica competitiva en que se inserta el Estado zarista respecto al sistema de Estados que se está configurando en Europa obliga a aquel a “acelerar artificialmente con un esfuerzo supremo el desarrollo económico natural (…). El capitalismo aparece como un hijo del Estado”. Es esa contradicción entre “las exigencias del progreso económico y cultural y la política gubernamental” la que explicaría que “la única salida a esta contradicción que en la mencionada situación se ofrecía a la sociedad consistía en acumular el suficiente vapor revolucionario en la marmita del absolutismo para poder hacerla volar”.

Con todo, ya en esa obra alertaba también frente a toda interpretación mecanicista del marxismo: “Pero el día y la hora en que el poder ha de pasar a manos de la clase obrera no dependen directamente de la situación de las fuerzas productivas sino de las condiciones de la lucha de clases, de la situación internacional y, finalmente, de una serie de elementos subjetivos: tradición, iniciativa, disposición para el combate…”

Justamente a partir de esa experiencia de 1905 –en la que el joven Trotsky ha presidido el Sóviet de Petrogrado– observa la emergencia de una nueva forma de organización y representación de los trabajadores y campesinos, los sóviets o consejos, que le permite pensar en que puede llegar a extenderse en una futura situación revolucionaria hasta el punto de convertirse en un órgano de poder alternativo al Estado zarista. Así ocurriría en 1917.

El estallido de la Gran Guerra en 1914 y la implicación del Estado zarista en ella mostrarían bien a las claras los efectos de esas particularidades rusas: las de esa “combinación de la tecnología más avanzada del mundo industrial con la monarquía más arcaica de Europa. Finalmente, por supuesto, el imperialismo, que había armado al absolutismo ruso en un primer momento, lo acabó ahogando y destruyendo: la prueba de la Primera Guerra Mundial fue demasiado para él (…). En febrero de 1917, las masas tardaron una semana en derrumbarlo”.

Comenzaba así una revolución en un país que, como recuerda Alexander Rabinowitch, era ya entonces el tercero del mundo por su dimensión, con una población de 165 millones de habitantes que ocupaban una superficie tres veces más extensa que la de Estados Unidos de América o que la de China e India juntas. Los efectos políticos, económicos y sociales de su participación en la Gran Guerra no se harían esperar.

De febrero a octubre: un proceso convulso de doble poder

El marco teórico y estratégico en el que analiza todo el proceso vivido desde febrero a octubre de 1917 parte, por tanto, de su tesis sobre el desarrollo desigual y combinado –y la que será su corolario, la revolución permanente–, así como de la apuesta por un proyecto de poder alternativo basado en los sóviets o consejos de trabajadores y trabajadoras, campesinos y soldados, ya esbozada, como hemos visto, en 1906.

Apoyándose en las enseñanzas de 1905 y 1917, desarrolla un concepto de “revolución” que ha sido posteriormente recogido por diferentes historiadores. Así, en el prólogo de esta obra nos encontramos con varias consideraciones previas sobre la misma: “El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos (…). La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”. A continuación, sin embargo, precisa: “Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja”. Es entonces cuando se puede plantear abiertamente la lucha directa por el poder, tarea en la que se resume definitivamente toda revolución.

De esas consideraciones más generales pasa a la que plasma concretamente en el capítulo XI: “El régimen de la dualidad de poderes solo surge allí donde chocan de modo irreconocible las dos clases: solo puede darse, por tanto, en épocas revolucionarias y constituye, además, uno de sus rasgos fundamentales”. Una dualidad de poderes que Trotsky recuerda que se ha dado en procesos revolucionarios vividos en el pasado, como en las revoluciones inglesa y francesa, y que aplica al periodo abierto en febrero de 1917.

Así pues, toda situación revolucionaria implica la existencia de una dualidad de poderes, la cual “atestigua que la ruptura del equilibrio social ha roto ya la superestructura del Estado”. Esa es la que se da a partir de febrero cuando “la cuestión estaba planteada así: o la burguesía se apoderaba realmente del viejo aparato del Estado, poniéndolo al servicio de sus fines, en cuyo caso los sóviets tendrían que retirarse por el foro, o estos se convierten en la base del nuevo Estado, liquidando no solo el viejo aparato político, sino el régimen de predominio de las clases a cuyo servicio se hallaba este”.

Esta cuestión, la de la resolución en un sentido u otro del doble poder que se va desarrollando en todo el país, es la que preside los conflictos que se van manifestando hasta octubre. A través de los mismos vemos sucederse pasos adelante y pasos atrás de unos y otros contendientes en liza, con distintos momentos y puntos de bifurcación en los que la relación de fuerzas se puede inclinar a favor de uno u otro contendiente. Es justamente en esas coyunturas críticas cuando se pone a prueba el papel del factor subjetivo, de los distintos actores y, en este caso, del partido bolchevique y sus dirigentes, como bien explica el autor de esta obra. Comentaremos brevemente estos momentos.

No por casualidad, Trotsky destaca en el capítulo XVI como un punto de inflexión clave el cambio de orientación que se da en el bolchevismo a partir de la presentación por Lenin de las conocidas como “Tesis de abril” en una conferencia de delegados del partido. En ellas, recién llegado del exilio, insiste en que se ha producido un cambio de fase: “La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el Poder a la burguesía por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia y de organización, a su segunda etapa, que debe poner el Poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado”. Partiendo de ese salto en el proceso, rechaza cualquier tipo de apoyo al gobierno provisional, calificado como un “gobierno de capitalistas”. Sin embargo, reconociendo que el bolchevismo está todavía en minoría dentro de los nuevos órganos de contrapoder emergente, defiende la necesidad de una explicación paciente de los errores de ese gobierno “propugnando al mismo tiempo la necesidad de que todo el poder del Estado pase a los sóviets de diputados obreros”.

Esas Tesis, como se sabe, cogieron desprevenidos a la mayoría de los delegados en esa conferencia, pero finalmente se aprobaron, no sin notables resistencias. Fueron, en cambio, vistas por Trotsky, que llegaría a Petrogrado desde Nueva York el 5 de mayo, como la comprobación de que ya no existían divergencias sustanciales entre sus ya conocidas posiciones sobre el rumbo que debía seguir la revolución y las defendidas a partir de entonces por Lenin. Por eso, en agosto, él y el Grupo Interdistritos del que formaba parte pasarán a integrarse en su partido.

El mes de junio marcaría una nueva radicalización en el seno de los sóviets frente al gobierno de coalición, el cual, pese a sus promesas, mantiene su participación en la Gran Guerra. Es entonces cuando el Primer Congreso de Diputados Obreros y Soldados empieza a asumir la consigna “Todo el poder a los Sóviets”. En cambio, posteriormente, tras la derrota en las conocidas como “jornadas de julio”, llega el reflujo e incluso la represión contra los bolcheviques, promovida por el nuevo gobierno presidido por Kerenski. Más tarde, en agosto, la sublevación de Kornílov, como constata el autor, es derrotada por un frente unido contra el intento de golpe de estado reaccionario para pasar luego a dar un nuevo impulso hacia la izquierda en los sóviets. Una radicalización que en su relato hace recordar a Trotsky el comentario de uno de los compañeros de lucha citando unas palabras de Marx: “Hay momentos en que la revolución necesita ser estimulada por la contrarrevolución”.

Efectivamente, es justamente después del fracaso de Kornílov cuando se produce un salto adelante enorme en la reactivación de una diversidad de organizaciones de base armadas (que serían a partir de entonces denominadas “guardias rojas”), así como la extensión de los sóviets con alrededor de 23 millones de miembros, según cuenta Trotsky, con una creciente hegemonía de los bolcheviques en su seno. Aun así, estaba abierto el problema de qué organismos podían convertirse en órganos de la insurrección, ya que además de los sóviets los comités de fábrica e incluso los sindicatos también estaban jugando un papel destacado bajo la dirección de los bolcheviques.

Por eso, a partir de septiembre vemos cómo se desarrolla un intenso debate entre los dirigentes bolcheviques respecto a cuál ha de ser el momento de la insurrección armada y a la necesidad de contar con la legitimidad de los sóviets para esa tarea. Una polémica en la que Lenin representó la posición más impaciente mientras que Zinoviev y Kamenev lo fueron de la más contraria. La dinámica de los acontecimientos, en la que jugaría un papel importante la creación de un “comité de defensa revolucionario”, luego convertido en “comité militar revolucionario”, favoreció la presión de Lenin, si bien no habría sido tan fácil si no hubiera contado con decisiones provocadoras del gobierno de Kerenski, como la de querer mandar la guarnición de Petrogrado al frente de la guerra en la segunda semana de octubre. Desde entonces, la legitimación que buscaban Trotsky y otros dirigentes para el derrocamiento “técnico” del gobierno provisional mediante la toma del Palacio de Invierno se lograría finalmente con el apoyo del Sóviet de Petrogrado poco tiempo después de consumarse.

Al día siguiente, el Congreso de los Sóviets asumía la nueva situación y aprobaba una declaración que proponía como tarea del nuevo gobierno “el inicio inmediato de las negociaciones para una paz justa y democrática” y, con ella, la abolición de la diplomacia secreta. Una decisión inédita en la historia que fue acompañada, como recuerda Trotsky, nombrado Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, por la declaración de que el nuevo gobierno obrero y campesino dirige sus propuestas simultáneamente “a los gobiernos y a los pueblos de todos los países beligerantes (…), en particular a los obreros conscientes de las tres naciones más avanzadas”, o sea, Inglaterra, Francia y Alemania.

Porque, como ya hemos recordado más arriba y como resume Rabinowitch, “el desenlace de la revolución de 1917 en Petrogrado tiene también mucho que ver con la guerra mundial. Si el gobierno provisional no hubiera consagrado toda su energía a la obtención de una victoria militar, habría estado seguramente en mejores condiciones para hacer frente a los múltiples problemas consustanciales al hundimiento del antiguo régimen, y sobre todo para satisfacer las exigencias populares en materia de reformas fundamentales y urgentes (…). En ese contexto una de las fuentes principales del vigor y la autoridad crecientes de los bolcheviques en 1917 residía en la fuerza de atracción de su plataforma partidaria, tal como se había encarnado en los eslóganes “paz, tierra y pan” y “Todo el poder a los sóviets”.

Unos eslóganes que, junto con el establecimiento del control obrero de la producción, la reforma agraria y el reconocimiento del derecho de autodeterminación y a la separación de los pueblos, tal como lo había defendido Lenin, permitirían dotar de mayor legitimidad al nuevo gobierno. Precisamente, la cuestión nacional es objeto de un capítulo, el XXXIX, de este libro. En él podemos encontrar un análisis de las características que adoptaba la opresión nacional bajo el Imperio zarista: Trotsky comparte con Lenin la tesis de que “el gran número de naciones lesionadas en sus derechos y la gravedad de su situación jurídica daban una fuerza explosiva enorme al problema nacional en la Rusia zarista”. Un pronóstico que se confirmaría cuando pudieron comprobar cómo “la lucha nacional por sí misma quebrantaba violentamente al régimen de febrero, creando para la revolución en el centro una periferia política suficientemente favorable”.

¿Revolución o golpe de Estado?

Mucho se ha escrito en torno a si la toma del Palacio de Invierno en octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de estado. Existen datos incontestables, sin embargo, procedentes incluso de adversarios irreconciliables con los bolcheviques, de que fue lo primero y de que estos contaban con el apoyo de la mayoría de los sóviets cuando decidieron el asalto decisivo.

Ernest Mandel recuerda, por ejemplo, lo que escribió Sujanov, miembro de la corriente socialista revolucionaria: “Las masas vivían y respiraban de común acuerdo con los bolcheviques. Estaban en manos del partido de Lenin y Trotsky (…). Resulta totalmente absurdo hablar de una conspiración militar en lugar de una insurrección nacional, cuando el partido era seguido por la gran mayoría del pueblo y cuando, de facto, ya había conquistado el poder real y la autoridad”. O también el reconocimiento del historiador alemán Oskar Anweiler, crítico del bolchevismo: “Los bolcheviques eran mayoritarios en los consejos de diputados de casi todos los grandes centros industriales, así como en la mayor parte de los consejos de diputados de soldados de los cuarteles”.

Uno de los historiadores más documentados sobre este acontecimiento, Rabinowitch, no tiene dudas tampoco al respecto: frente a quienes consideran que aquello fue un accidente histórico o el resultado de un golpe de estado ejecutado con mano maestra y sin apoyo significativo de la población, sostiene: “Estudiando las aspiraciones de los obreros de fábrica, de los soldados y de los marineros tal como se reflejan en los documentos de la época, constato que sintonizaban ampliamente con el programa de reforma política, económica y social promovido por los bolcheviques. Justo en el momento mismo en que todos los principales partidos políticos estaban profundamente desacreditados debido a su incapacidad para promover con suficiente vigor cambios significativos y para hacer cesar inmediatamente la participación rusa en la guerra. Eso es lo que explica que en octubre los objetivos de los bolcheviques, al menos tal como las masas los entendían, gozaran de un amplio apoyo popular”.

Otra cuestión que importa resaltar de todo el proceso que transcurrió desde febrero a octubre de 1917 es la que tiene que ver con la propia evolución del partido bolchevique. Lejos de la imagen de un partido monolítico y disciplinado bajo la batuta de Lenin y un hipotético plan preconcebido, lo que se puede comprobar a través de las páginas que siguen, y también de las narraciones de una gran diversidad de historiadores, es la dinámica de un partido en el que los debates, las divergencias y las tensiones internas llegan incluso hasta la víspera misma de la toma del poder, e incluso se prolongarían luego respecto al tipo de gobierno que habría que formar y a las negociaciones que se empezarían a abrir para poner fin a la participación rusa en la guerra.

Baste recordar las tensiones que se vivieron en la conferencia de abril en torno a las Tesis presentadas por Lenin, las diferencias respecto al papel de la consigna “Todo el poder a los sóviets” en sucesivos momentos del proceso o, sobre todo, las relacionadas con el cuándo, el cómo y con qué legitimidad se debía producir la insurrección de octubre. Fue esto último, ante su temor de que pasara el momento en que fuera posible, lo que llevó incluso a Lenin a presentar su dimisión en el Comité Central, decisión que obviamente no fue aceptada.

Esto demuestra también que el partido bolchevique no era una secta de fanáticos ni tampoco estaba dotado de una “ciencia” que le permitía prever la dinámica de los acontecimientos. Confirma, ciertamente, que era un partido cada vez más relacionado con el movimiento real y, por tanto, se hallaba bajo la influencia de los diferentes estados de ánimo que se producían entre los trabajadores y trabajadoras, los campesinos y los soldados rusos. Las divergencias tácticas más o menos profundas que se manifestaban en su interior tenían que ver, por tanto, con esos cambios en la conciencia y su interpretación a través de las experiencias vividas, especialmente cuando surgían esos puntos de bifurcación que hemos mencionado en abril, julio, agosto u octubre.

Llegaría luego la etapa más difícil, la de la construcción de un nuevo Estado y, con ella, surgirían los sucesivos problemas que debería afrontar el nuevo gobierno de “comisarios del pueblo”: empezando por la integración o no en él de otras fuerzas de izquierda –y, a su vez, entrando en una tendencia sustitucionista de los sóviets por “el partido”– y siguiendo con la convocatoria y posterior disolución de la Asamblea Constituyente (decisión, como se sabe, muy controvertida y criticada también por alguien que se declaró firmemente solidaria con los bolcheviques como Rosa Luxemburg), la negociación de los que acabarían siendo Acuerdos de Brest-Litovsk (con posiciones diferentes en la cúpula bolchevique), y el inicio de una guerra civil –con intervención imperialista– que dejaría enormemente debilitada a la clase trabajadora rusa y llevaría a errores graves de los bolcheviques como la continuación de la política de requisición de trigo que provocó la crisis social de 1921, sin olvidar la que se produjo en Kronstadt.

Ya Trotsky, con su teoría de la revolución permanente, y Lenin, con su tesis sobre “el eslabón más débil de la cadena imperialista”, habían alertado frente al contraste que se podía producir entre, por un lado, las mayores posibilidades de la revolución en Rusia y, por otro, las enormes dificultades que un país atrasado tendría para dar pasos adelante en la construcción del socialismo si esa revolución no se extendía a otros países capitalistas avanzados. De ahí su esfuerzo por construir una nueva Internacional y su apoyo a los procesos revolucionarios que en los años posteriores agitarían a distintos países europeos y, en particular, a Alemania.

En más de una ocasión, Trotsky reconocería que el futuro del nuevo Estado se planteaba en términos de una disyuntiva histórica: así lo hace en la Conclusión de esta obra cuando sostiene que “o la Revolución rusa desata el torbellino de la lucha en Occidente o los capitalistas aplastan nuestra revolución”. Tampoco descartó, ya en 1919, que las nuevas revoluciones vinieran del Este, como luego se reflejaría en sus esperanzas en el proceso vivido en China hasta la derrota sufrida por las fuerzas del Partido Comunista en 1927.

Sin embargo, la derrota de la Revolución alemana, ya definitiva a partir de 1923, venía a confirmar las notables diferencias entre Rusia y Occidente que ya empezaron a reconocer tanto Lenin como Trotsky a partir del Segundo Congreso de la Internacional Comunista y que luego destacaría Antonio Gramsci con mayor rigor. La entrada en un nuevo periodo de reflujo acabaría así favoreciendo a quienes dentro de Rusia se estaban convirtiendo en representantes del nuevo grupo social dominante en el seno del Estado, cuyo ascenso no era ajeno a medidas adoptadas por el propio Lenin, con el apoyo de Trotsky, como la prohibición de los partidos soviéticos o el grado de autonomía de que gozaría la nueva policía secreta, la Cheka, como recuerda Mandel.

Aun así, Trotsky tardaría en abandonar su, a veces excesivo, “optimismo de la voluntad” respecto a la capacidad de la clase obrera rusa para hacer frente a la burocratización del nuevo Estado, así como sus expectativas en la clase trabajadora europea durante el periodo de entreguerras para superar sus derrotas. Con todo, pese al contexto internacional que pronto se mostraría adverso, fueron enormes las conquistas que se lograron en los primeros años de la revolución, no solo en el plano político y social (con la primera “Declaración de derechos del pueblo trabajador y explotado” de la historia), sino también en los que entonces eran frentes de lucha hasta ese momento “olvidados”, como los nuevos derechos alcanzados por las mujeres o la emergencia de nuevas vanguardias culturales y artísticas. Poco después, sin embargo, llegaría la involución de todo este proceso, no sin provocar conflictos internos in crescendo dentro del partido bolchevique (autodenominado a partir de 1918 “comunista”). Confrontaciones cada vez más violentas que también se reflejarían en el seno de la Internacional Comunista recién formada. Finalmente, el triunfo y la consolidación del estalinismo en los años treinta vendrían a confirmar la consumación de una contrarrevolución política, denunciada también con rigor y firmeza por Trotsky en La revolución traicionada, escrita en 1936.

Cien años después de aquellos Diez días que estremecieron al mundo, en feliz resumen de aquellas jornadas de octubre por John Reed, y pese al hundimiento de un sistema que no tenía nada de “soviético” en su sentido original, el impacto de aquella Revolución sigue siendo comparable al que tuvo la Revolución francesa, también “traicionada”. Por eso no nos cansaremos de recordar lo que escribiera Immanuel Kant a propósito de ese Acontecimiento: es “demasiado grande, está demasiado ligado a los intereses de la humanidad y tiene una influencia demasiado extendida sobre el mundo y todas sus partes, como para que no sea recordada a los pueblos en cualquier ocasión propicia y evocada para la repetición de nuevas tentativas de esta índole”. Por eso, ni nostalgia ni reivindicación acrítica sino voluntad de, como nos propone Catherine Samary, “retomar el hilo de los debates más ricos del pasado” para “repensar la revolución” y el proyecto socialista y/o “comúnista”, siempre con preguntas y respuestas tentativas y abiertas en torno a lo que continúa siendo esa vieja y cada vez más necesaria aspiración a “transformar el mundo, cambiar la vida”.  

Jaime Pastor Verdú, en el prólogo a nuestra edición de Historia de la Revolución rusa

Historia de la Revolución rusa | León Trotsky

Como señala Isaac Deutscher, biógrafo de Trotsky, “esta es la obra cumbre de Trotsky, por su escala y por su potencia, pero también como la más completa expresión de sus ideas sobre la revolución”. En dos extensos volúmenes, agrupados ahora uno, el autor narra, describe y reflexiona de manera lúcida acerca de los acontecimientos sociales, políticos e ideológicos y su devenir revolucionario; agregando al rigor histórico con que aborda este cometido, cuyo propósito explícito es exponer “con claridad el porqué los hechos sucedieron de ese modo y no de otro”, la manera magistralmente vívida de la narración, que logra transportarnos a la Rusia de principios del siglo XX y adentrarnos en las onduras de sus convulsionadas, vertiginosas y apasionantes jornadas, haciendo de su lectura no sólo una experiencia política significativa, sino también una experiencia literaria que únicamente un clásico como este puede provocarnos.

Diez días que estremecieron al mundo | John Reed

Esta es la crónica por excelencia de los diez días que dieron un vuelco a las esperanzas de la clase trabajadora del mundo entero: la Revolución de Octubre, de cuya magnitud ni sus propios protagonistas fueron conscientes. Relato conmovedor y detallado de las jornadas en las que los bolcheviques consiguieron el poder del Estado para ponerlo en manos de los Sóviets. Trabajo periodístico de un autor consagrado como John Reed que se convierte en el mejor testimonio a pie de calle de uno de los acontecimientos históricos de mayor relevancia del siglo XX. No en vano, el mismo Lenin recomendó fervientemente su lectura, traducción y difusión, como instrumento imprescindible para entender la naturaleza de la revolución proletaria.

Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed, 'Diez días que estremecieron al mundo', recomiendo esta obra con toda mi alma a los obreros de todos los países. Quisiera ver difundidos millones de ejemplares de este libro y que fuera traducido a todos los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y extraordinariamente viva de unos acontecimientos de gran importancia para entender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado (V.I. Lenin)

Comentarios 0 Comentario(s)

Descuentos para nuestros lectores y lectoras más fieles
Txalaparta KLUB es un club de lectores y lectoras críticas y comprometidas con la edición independiente. Esta comunidad es el pilar de nuestra editorial, la que nos permite seguir publicando libros y difundiendo ideas. ÚNETE AL KLUB y aprovecha todas sus ventajas.

Iñaki Egaña: "Erakunde politiko bat izan da ETA, borroka armatua burutu izan duena"

27/10/2017

Memorias del calabozo: prólogo de Eduardo Galeano

22/11/2017